Transcurría una mañana nublada en
el reinado sureño de Judá. El malvado rey Ocozías se encontraba dirigiendo al
país, el cual se mantenía en guerra con el rey de los arameos Hazael. Como era
la costumbre, los reyes dirigían las estrategias de combate y participaban
eventualmente en los enfrentamientos. Pasaron las horas y los informes que
llegaban al palacio, procedentes del campo de batalla no eran alentadoras: el
rey Ocozías había sido herido en acción. Se activaron las alarmas y se echaron
a andar los protocolos de emergencia: un equipo militar de recate saldría a la búsqueda
del rey para auxiliarlo. Lamentablemente, a pesar de los esfuerzos, horas más
tarde se confirmaría la trágica noticia: el rey había muerto.
En este momento, muchos pensarían
que este es el peor escenario posible. No es para menos, la muerte de un
dirigente nacional no es un asunto trivial. El país quedaba a la deriva, sin
rumbo político. Pero si ustedes piensan que efectivamente
estamos viendo la situación más difícil que se podría tener, están equivocados:
lo peor aún está por suceder.
En el mundo de la antigüedad, cada
vez que un evento de este tipo ocurría, inmediatamente las facciones
partidistas y del ejército que eran contrarias a la monarquía se levantaban
para acechar la vida de los sucesores reales. Por supuesto, en este caso no fue
la excepción. Por sorpresa, las hélices de un helicóptero de combate
irrumpieron en el patio del palacio. Del vehículo aéreo descendió un comando militar
de fuerzas especiales con el único objetivo de aniquilar al legítimo sucesor
del rey Ocozías, su hijo Joás. Los guardias reales opusieron resistencia
intercambiando algunos disparos, pero fue inútil: todos fueron abatidos.
Los invasores se adentraron en
las oficinas reales, forzaron cada puerta, buscaron resquicios y escondites camuflados
en el suelo, en las paredes y detrás de los cuadros. Cualquier método que
pudieran utilizar los miembros de la familia y de la corte real para escapar
tenía que ser descubierto para terminar con éxito su plan. Incluso levantaron
cada cama, buscaron en las elegantes repisas de la cocina e interrogaron con
violencia a algunos empleados del gobierno para obtener información. Uno de los
miembros del comando, experto en tecnología y telecomunicaciones, rastreaba
cada llamada, cada correo electrónico y cada señal emitida por cualquier
dispositivo electrónico desde el palacio. Otro de ellos, mediante sensores
geológicos se encargaba de investigar la posibilidad de la existencia de algún
túnel secreto, un búnker o cualquier otra forma que pudieran haber utilizado
para evadirse. A pesar de su sofisticada estrategia y las torturas empleadas,
su búsqueda fue infructuosa.
Joás era apenas un bebé, con
aproximadamente un año de edad. Por supuesto, él no sería capaz de entender el
peligro que corría su vida, ni tendría la capacidad física ni psicológica para
huir y ponerse a salvo. Sin embargo, la providencia divina tendría un “as bajo
la manga”, un “plan B” para librar la vida del pequeñito. Esta vez, su hermana
Josabet, esposa del renombrado sumo sacerdote Joiada, recogió a su hermano
entre sus brazos apenas se enteró de las heridas de su papá y lo puso a
resguardo en el último lugar en el que los asesinos a sueldo pensarían en
buscarlo: en el templo de Jehová.
Corrieron las noticias por el
radio, la televisión y el internet. Al interior del templo, en total secreto con
la ayuda de unos audífonos y una improvisada conexión, Joiada y Josabet se
mantenían al tanto de lo que ocurría en el mundo exterior. Las imágenes de la
ciudad eran desoladoras: se observaban incendios por todos lados y la voz de
los reporteros apenas se escuchaba debido a las sirenas de los bomberos y de
las ambulancias. Claramente se veía que los hospitales locales no se daban
abasto para atender a los heridos y comenzaban a ocurrir saqueos en los centros
comerciales. Así, poco a poco el caos se apoderaba del país.
Mientras tanto, la notificación de una transmisión de
Facebook Live procedente de la página oficial del gobierno de Judá irrumpió en el perfil
de Josabet. Debido a la situación caótica la conexión no era la más rápida y la
imagen se congelaba con el logotipo de “loading”, pero un minuto después se
alcanzó a apreciar el audio de la emisión. Era una voz femenina que decía
que a partir de ese momento había un cambio de gobierno en la nación. Por fin
se aclaró un poco la imagen y aunque la silueta de la persona que hablaba tras un
atril no tenía la mejor definición, a sus espaldas se notaba la presencia de
varios hombres fuertemente armados y vestidos con uniformes militares. Eran los
mismos que habían allanado el palacio intentado encontrar a Joás para matarlo.
La mujer del micrófono se
autoproclamó como reina del país y dijo que la cabeza de Joás tenía precio. La
recompensa que ofreció por la información que llevara a su captura ascendía a
una suma considerable de dinero y agregó que todo el poder del ejército y la
policía de Judá se dedicaría a su búsqueda implacable. Para empeorar el
panorama, esa voz resultaba conocida para Josabet. Estaba segura que la había
escuchado en varias ocasiones anteriores. ¿Sería una agente diplomática de
algún reino vecino o la dirigente de algún partido político de oposición?
No. Esa voz resultaba aún más
familiar que eso. Era como si hubiera convivido con ella durante algún tiempo.
Mientras Josabet se esforzaba haciendo memoria para identificar la voz, la
definición del vídeo mejoró considerablemente, de modo que aquella silueta femenina
poco valorable en un inicio se tornó perfectamente clara.
Josabet no lo podía creer. Llevó su mano derecha a la boca en un intento por contener su sorpresa y ahogó un grito desgarrador. Las circunstancias que se vivían en Judá resultaron ser mucho más adversas de lo imaginado, casi imposibles de sobrellevar.
Aquella mujer de la voz conocida que estaba usurpando el gobierno y ordenando la búsqueda y asesinato de su hermano menor Joás, era la madre del difunto rey Ocozías, su abuela Atalía.
Josabet no lo podía creer. Llevó su mano derecha a la boca en un intento por contener su sorpresa y ahogó un grito desgarrador. Las circunstancias que se vivían en Judá resultaron ser mucho más adversas de lo imaginado, casi imposibles de sobrellevar.
Aquella mujer de la voz conocida que estaba usurpando el gobierno y ordenando la búsqueda y asesinato de su hermano menor Joás, era la madre del difunto rey Ocozías, su abuela Atalía.
Esta historia está basada en el relato bíblico de 2 Crónicas capítulos 22 y 23.
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